Por dentro bailo desde siempre, pero no fue hasta los ocho años que empecé a tomar clases. Primero de folclore gallego y, a partir de los once, de danza clásica. A los diecisiete decidí entregarme por completo a la danza y me formé en el Conservatorio Profesional de Alicante y en el Real Conservatorio Profesional de Danza de Madrid.
Cursé mis estudios con dedicación y pasión para ver realizado mi sueño. La perseverancia me llevó a trabajar en la Compañía Nacional de Danza II durante dos años y en el Ballet de Carmen Roche.
Fueron tiempos felices en los que pude volar en el escenario, e interpretar papeles que me habían emocionado años atrás como espectador.
Queriendo ampliar horizontes, me fui a hacer audiciones por Europa. Fue un periodo de mucho aprendizaje, entre viaje y viaje entendí que mi calidad como bailarín no dependía de si era elegido o no. Entendí la importancia del proceso y lo dañino de la competitividad.
Finalmente entré a formar parte de la compañía holandesa Introdans, en la que estuve tres años trabajando con los mejores coreógrafos del mundo y girando por multitud de países.
Holanda fue el punto de inflexión, descubrí que a pesar de los éxitos, nunca había estado del todo a gusto bailando, me sentía esclavo de la forma y con mi libertad de expresión coartada.
Entonces me lancé a crear como coreógrafo, hice varios experimentos, siempre priorizando el universo interno, el contenido y la atmósfera, sugiriéndole al bailarín que encontrara la honestidad de sus emociones sin necesidad de fijar la forma.
Se trazó una especie de metodología que me llevó a realizar algunos workshops que iban más allá de lo que hasta entonces concebía como danza. Juntos nos adentrábamos al trabajo corporal en sí, rozando los límites de lo terapéutico.
En los inviernos fríos de los Países Bajos empecé a explorar el universo de la voz, encontrando en el canto la libertad que no hallaba en el baile. La música se me empezaba a plantear como un nuevo vehículo de expresión.
Pero necesitaba seguir creando más allá de mi cuerpo y me puse a experimentar con la pintura y la fotografía. Colaboré en algunas exposiciones colectivas en Madrid y hoy en día sigo navegando en el mundo plástico.
Siento un profundo agradecimiento a la profesión de bailarín, porque al ser todo tan extremo, aprendí rápido que el arte va más allá de una forma de expresión concreta. Ahora me siento a gusto como creador, sin necesitar las definiciones.